Intercambios

El poblamiento temprano de Tierra del Fuego

Luis Abel Orquera
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Asociación de Investigaciones Antropológicas (AIA),, Argentina

El poblamiento temprano de Tierra del Fuego

Intersecciones en Antropología, vol. 23, núm. 1, pp. 141-151, 2022

Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires

Resumen: Una publicación reciente sugiere que la investigación arqueológica realizada desde hace 45 años en las costas del canal Beagle (Tierra del Fuego) estaría sesgada por información insuficiente y preconceptos que habrían actuado como barreras para identificar sitios tempranos. El foco recae sobre la relación entre los Primeros y Segundos Componentes de los sitios Túnel I e Imiwaia I: nosotros hemos propuesto que los datos arqueológicos indican una población inicial que penetraba esporádicamente a la región desde el norte de la isla y un posterior reemplazo por otra cuya expansión estuvo fundada sobre la adaptación a la vida marina. El artículo que comento abre la posibilidad de una evolución local que habría convertido a los autores de los Primeros Componentes en autores de los Segundos. En esta respuesta recordamos datos ya publicados que indican no solo discontinuidad temporal entre cada par de componentes de esos yacimientos, sino también entre poblaciones diferentes.

Palabras clave: Sustrato ambiental, Secuencia temporal, Diferencias tecnológicas, Discontinuidad evolutiva, Adaptación a vida marina.

Abstract: A recent publication suggests that archaeological research carried out over the last 45 years on the shores of the Beagle Channel, Tierra del Fuego, has been biased by insufficient information and by preconceptions that blocked the identification of early sites. The focus is the relationship between the first and second components of Túnel I and Imiwaia I sites. It had been proposed by the current author that the archaeological data indicate an initial population that sporadically penetrated the region from the north of the island, and a later replacement by another population whose expansion was founded on the adaptation to marine life. The recent publication, however, opens up the possibility of a local evolution that would turn the creators of the first component into creators of the second component of the above-mentioned sites. In this reply, previously published data are presented that indicate temporal and tool discontinuities – and therefore also populational ones – between each pair of components. The original publications, therefore, were neither biased nor misinformed.

Keywords: Environmental substrate, Temporal sequence, Technological differences, Evolutionary discontinuity, Marine life adaptation.

Un reciente artículo del Dr. Atilio Francisco Zangrando (2018), titulado “Poblamiento temprano y arqueología de costas en Patagonia y Tierra del Fuego: vacío de información, preconceptos y perspectivas” -aparecido en Intersecciones en Antropología 19(2), pp. 63-97-, contiene muchas afirmaciones correctas sobre estudios efectuados en América y el mundo sobre adaptaciones prehistóricas al aprovechamiento de recursos marinos, que compartimos. En esto concuerda con la calidad de sus numerosas publicaciones anteriores. Pero considero que es necesario aclarar algunos aspectos de ese artículo. Ya el título propone que el estudio del poblamiento temprano de las costas de Patagonia y Tierra del Fuego contendría vacío de información y uso de preconceptos. El resumen dice, entre otras cosas, que la focalización de ese estudio sobre los conchales “ha impuesto algunos sesgos analíticos” que promoverían “la necesidad de idear búsquedas y modelos predictivos a partir de perspectivas interdisciplinarias” que habrían tenido “escaso desarrollo en la región”. En el texto principal, Zangrando dice:

El objetivo de este trabajo es discutir una serie de preconceptos que prevalecen en la arqueología de costas en el extremo sur de Sudamérica y que, en mi visión del tema, han actuado como barreras analíticas y provocado en cierta medida el vacío de información existente. (p. 64) […] resulta difícil disociar estas propuestas de los efectos generados por la evolución de la morfología costera, dado que muchos de los espacios costeros que estuvieron disponibles para la ocupación humana en momentos previos al Holoceno medio fueron erosionados o se encuentran sumergidos en su mayor extensión. […] lo que estos cambios en la morfología costera verdaderamente indican es que las reconstrucciones arqueológicas desarrolladas para los últimos 6000 años podrían mostrar sólo un fragmento temporal de una secuencia potencialmente más amplia. (pp. 65-66)

Como Zangrando menciona nuestras publicaciones acerca de la región del canal Beagle sin establecer salvedad alguna, da a entender –si bien de manera cortés– que también nuestra investigación habría incurrido en esos defectos y, por lo tanto, merecería iguales apreciaciones que las que hace en el resto de su artículo, o sea que habríamos utilizado preconceptos e información insuficiente.

Zangrando aduce asimismo que en la arqueología costera de Patagonia y Tierra del Fuego la atracción ejercida por los conchales

ha conducido a una visión simplista, […que] indica economías y adaptaciones especializadas en la explotación de recursos del mar, mientras que la ausencia de esos depósitos se relaciona comúnmente con la ausencia de dichas pautas de subsistencia o adaptaciones (p. 66). [Esto] contribuyó a un sesgo analítico en nuestras búsquedas al desestimar conjuntos costeros que requieren técnicas de prospección más demandantes de tiempo y esfuerzo, y que probablemente no resulten en contextos ricos en materiales arqueológicos. Si nuestro propósito es entender la colonización de las costas y el mar de estos ambientes en el poblamiento de Patagonia y Tierra del Fuego, entonces no se trata de idear atajos sino de efectuar una búsqueda sistemática no focalizada en un tipo de sedimento en particular. (p. 67)

En consecuencia, las manifestaciones más antiguas del aprovechamiento de recursos marinos no necesariamente habrían debido ser conchales y podrían estar cubiertas por el posterior incremento del nivel del mar. Es sin duda necesario efectuar estos estudios; cada investigador tiene derecho a elegir en qué dirección orientará sus investigaciones. Pero nuestra preferencia por la excavación de conchales tiene justificativo. En 1975, cuando llegamos por primera vez a Tierra del Fuego, el conocimiento sobre sus antiguas poblaciones era muy poco: solo se disponía de información etnográfica, y la arqueología de momentos anteriores se reducía a muy escasos trabajos en la isla Navarino. En las universidades se enseñaba que esos antiguos pobladores constituían uno de los grupos humanos más primitivos de todo el mundo y que sus bienes materiales eran extremadamente sencillos, pese a enfrentar casi constantemente fríos intensos y escasez de alimentos. Prácticamente de inmediato notamos algo diferente: los recursos alimenticios terrestres escaseaban, pero los marinos eran muy abundantes; gran parte del instrumental era realmente poco elaborado, pero tenían armas eficaces para la captura de pinnípedos –cuyo rendimiento nutricional era muy alto– y necesariamente contaban con canoas, como lo atestiguaban los datos etnográficos y la colonización de islas a las que los grupos terrestres no tenían acceso. Esto nos movió a idear un plan de trabajo a desarrollar en muchos años, que profundizara el conocimiento sobre la forma de vida en tiempos previos a los etnográficos (Orquera et al., 2008) antes de que actividades modernas destruyeran los lugares en que esa prehistoria podía ser recuperada. Ese plan coincidía con el cambio que Zangrando menciona en su p. 64 como ocurrido desde fines del siglo pasado, que reconoció a los sistemas adaptativos litorales y marinos gran productividad y homogeneidad en el aprovechamiento de grandes extensiones. Pero antes de encarar el estudio de los orígenes era necesario saber cómo había funcionado el sistema en sus momentos de mejor rendimiento y a qué rasgos se debía atribuir mayor valor diagnóstico. Para ello no bastaba con sondeos expeditivos; debíamos emprender una serie de excavaciones extensas que permitieran descubrir qué actividades se cumplieron en los distintos sectores de cada sitio, cuáles se habían desarrollado en los diferentes ambientes ecológicos que ya percibíamos en lugares diferentes, y si a lo largo del tiempo ocurrieron cambios importantes en las prácticas de grupos diversos. Para ello, los conchales ofrecen muy buenas posibilidades, como el propio Zangrando expresó:

Los concheros con forma de montículos proporcionan a los arqueólogos excelentes contextos para el estudio del comportamiento humano en el pasado, fundamentalmente porque […] concentran evidencia sobre diferentes actividades humanas sucedidas a lo largo de amplias secuencias ocupacionales bajo condiciones de preservación muy favorables [… y…] posibilitan estudios regionales. (e.g., Orquera y Piana 1999, p. 67)

A esto se agrega que la abundancia de carbonato de calcio producto de la disolución de las conchillas permitió una mucha mejor conservación de los huesos que los sedimentos circundantes. Esa búsqueda de los rasgos que fueran significativos para entender la estructura adaptativa nos parecía lo más urgente, y creo no habernos equivocado. No dejamos de lado los aprovechamientos de pocos huesos o de pocos mariscos porque los subestimáramos, sino porque antes de conocer suficientemente qué fue sustancial para el prolongado desarrollo de las poblaciones indígenas o qué pudo depender de circunstancias azarosas no podíamos atribuir significación correcta a conjuntos arqueológicos menos completos. Buscar en ellos los orígenes antes de conocer bien qué elementos fueron fundamentales para la perduración y el éxito adaptativo -que desde la primera campaña sabíamos que había abarcado varios milenios- no tenía muchas perspectivas de acierto. Pese a la intensidad del trabajo cumplido, el panorama general aún no está completo; todavía se necesitan algunas excavaciones extensas. Pero si Zangrando piensa que con el conocimiento ahora disponible ya es posible encarar otros enfoques, puedo aceptarlo.

Ahora bien, en la página 67, Zangrando centraliza su opinión sobre nuestra interpretación del poblamiento humano más antiguo de la región del canal Beagle:

Por ejemplo, en la región del canal Beagle se ha planteado una discontinuidad entre las ocupaciones iniciales del Primer Componente de Túnel I (6900 años AP) y de la capa S de Imiwaia I (7800 años AP) y las poblaciones adaptadas a la vida litoral que ocuparon sucesivamente los mismos sitios a partir de los 6400 años AP (Orquera y Piana 1999: 45-48, 2009; Piana, Zangrando y Orquera 2012). […] Esta diferenciación se basó fundamentalmente en criterios tecno-tipológicos de artefactos líticos y estuvo además respaldada por el hecho que en los depósitos posteriores a los 6400 años AP existe abundante evidencia de una explotación y uso significativo de recursos marinos, además de contar para los mismos contextos con tecnología especializada para su captura (Orquera y Piana 2009). Por un lado, queda el cuestionamiento si las diferencias planteadas a partir de caracteres tecno-tipológicos resultan válidas (ver Borrero 2001b): dado que también se observan otros cambios significativos en la tecnología lítica alrededor de 4000 y 1500 años AP (Orquera y Piana 1999: 90, 2009). […] Pero mayormente me interesa destacar el hecho de que las condiciones de preservación que evidencian los depósitos del Primer Componente de Túnel I y la capa S de Imiwaia I no son comparables con los concheros suprayacentes, por lo que probablemente enfrentamos una discusión más de carácter tafonómico que de otro tipo. Desde la perspectiva aquí planteada, este caso muestra un claro ejemplo de cómo la formación o no de conchal puede distorsionar nuestras interpretaciones sobre una secuencia arqueológica costera.

Zangrando no niega expresamente que entre los primeros y segundos compontes de Túnel I e Imiwaia I hubiera discontinuidades de población y comportamiento adaptativo como nosotros proponemos, pero sugiere dudas sobre los criterios que aplicamos. Ahora bien: plantear que esa diferencia en la composición de los hallazgos podría ser consecuencia de factores tafonómicos solo puede ser entendido como que el limo arcilloso con 60% de ceniza volcánica que forma la capa F de Túnel I (análisis que nos efectuó la geóloga y profesora universitaria Dra. María Etchichury) habría destruido materiales (óseos y conchillas) que indicarían una actividad humana ya adaptada al aprovechamiento de recursos litorales o, al menos, preparatoria de ella, y que algo semejante habría ocurrido en Imiwaia I con el limo más eólico de la capa S (si bien en la p. 68 Zangrando sostiene correctamente que no siempre desde el comienzo de las adaptaciones litoral-marítimas se formaron grandes acumulaciones de conchillas, en realidad esto dependió mucho de los contextos locales). Que en los sitios fueguinos haya habido destrucción de materiales es posible, pero no creo que sus primeros componentes hayan sido obra de un poblamiento humano continuado o frecuente que ya estuviera volcado prioritariamente al aprovechamiento de recursos costeros, y que quienes produjeron los siguientes componentes hayan sido sus descendientes directos. En el resto de este comentario examinaré diversos ingredientes de esta cuestión.

En primer término, la diferencia entre los componentes Primero y Segundo de esos sitios no la fundamos sobre que hubieran sido hallados o no en conchales, sino sobre la morfología y la funcionalidad de los artefactos conservados y recuperados. En los instrumentales líticos no encontramos que hubiera señales de continuidad poblacional y adaptativa entre las capas F inferior y posteriores del Túnel I (asignadas respectivamente a los componentes Primero y Segundo de ese sitio: ver Figuras 1 y 2) o entre las capas S y superpuestas de Imiwaia I (con similares asignaciones faseológicas: ver Figura 3). No son conjuntos pequeños, en los que puedan faltar elementos significativos: en el Primer Componente de Túnel I (porción basal de la capa F) se hallaron 88 utensilios, todos líticos; en el Segundo Componente de ese sitio se recuperaron 1060 utensilios, de los cuales 693 son líticos. Al Primer Componente de Imiwaia I (capa S) se atribuyeron 36 implementos líticos; al Segundo Componente (capas K a R), 221 piezas en total, de las cuales 136 son líticas. Muchos implementos hallados en la base de la capa F de Túnel I quedaron ocultos por la depositación de ceniza volcánica (que, según un informe del Dr. Heusser y una posterior comunicación personal del Dr. Stern, se originó en una erupción del monte Hudson): esto habría provocado que los ocupantes del sitio debieran retirase sin poder recuperar piezas que por su mayor elaboración hubieran deseado llevar y que todavía conservaban utilidad, como lo indican el buen estado de conservación y la escasez o ausencia de huellas de uso. Es decir, los materiales atribuidos al Primer Componente de Túnel I no solamente no son pocos, sino que serían tipológico-funcionalmente más completos que los conjuntos hallados en otras capas; las posibilidades de que esos ocupantes hayan contado con otros implementos líticos de fuerte valor diagnóstico son pocas, cercanas a nulas.

Ahora bien, los utensilios conformados de modo poco elaborado y por lo tanto menos tipificado -como las raederas y las lascas no retocadas pero que muestran rastros de utilización- no pueden informar sobre tendencias tipológico-funcionales definidas. Otros tipos de utensilios, en cambio, poseen mayor poder diagnóstico. En los primeros componentes de Túnel I e Imiwaia I podemos citar los trinchetes con una cara pulimentada y las puntas de arma con pedúnculos y aletas bien definidas; estos tipos de implementos no fueron hallados en el Segundo Componente de Túnel I ni en el Segundo Componente de Imiwaia I (aunque algunas piezas “parecidas” pero no similares pueden aparecer en componentes bastante posteriores). En cambio, elementos abundantes en los segundos componentes –como también en otros posteriores– no fueron encontrados en las capas más antiguas: en la capa F inferior de Túnel I y en la capa S de Imiwaia I no han aparecido cantos rodados con surcos enteros prolijamente obtenidos por piqueteo, ni con escotaduras, ni mazas (Piana, 1984; Orquera y Piana, 1988, 2005; Orquera et al., 2011; Piana et al., 2012, entre otros). También se puede señalar que los utensilios hallados en los primeros componentes muchas veces muestran confección más hábil y cuidadosa que en los segundos (Orquera et al., 1987; Orquera y Piana, 1988) y que los índices de bifacialidad y de preformas con talla bifacial son mucho más altos en los primeros (Piana, 1984; Orquera y Piana, 1988, 1999a).

Instrumental representativo del Primer Componente del sitio Túnel I (capa F basal). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Diana Alonso.
Figura 1
Instrumental representativo del Primer Componente del sitio Túnel I (capa F basal). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Diana Alonso.

Instrumental representativo del Segundo Componente del sitio Túnel I (capas F superior, E y D). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Diana Alonso.
Figura 2
Instrumental representativo del Segundo Componente del sitio Túnel I (capas F superior, E y D). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Diana Alonso.

Instrumental representativo del Primer Componente del sitio Imiwaia I (capa S). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Mirta Lamarca. El instrumental del Segundo Componente de este sitio (capas R a K) es similar al de Túnel I que aparece en la figura 2.
Figura 3
Instrumental representativo del Primer Componente del sitio Imiwaia I (capa S). Cada unidad de la escala gráfica equivale a 1 cm de esos objetos. Dibujos: Mirta Lamarca. El instrumental del Segundo Componente de este sitio (capas R a K) es similar al de Túnel I que aparece en la figura 2.

Por supuesto, una continuidad debida a evolución o creciente adaptación con el correr del tiempo de un mismo grupo humano sería posible, pero no se menciona ningún dato empírico que otorgue a esa suposición algún grado de probabilidad. En muchos casos del panorama mundial han ocurrido evoluciones culturales o tecnológicas locales y directas, pero no es forzoso que así haya sucedido en todos. Además, los fechados radiocarbónicos iniciales fijaban la diferencia entre el Primero y el Segundo componentes de Túnel I en unos quinientos años (entre 6980 ± 110 y 6460 ± 110 AP: análisis Beta 2517 y Beta 21969: Orquera y Piana, 1999a) y las calibraciones la aminoran: el Primero se habría formado antes de 7961-7387 cal. AP y el Segundo se habría iniciado entre 7521 y 7155 cal. AP.1

En sociedades modernas, urbanizadas e industrializadas, los cambios en lapsos de esa duración pueden ser muy grandes, sin dejar rastro de modos de actividad anteriores. En sociedades sencillas, como las de los cazadores-recolectores, los cambios solían ser mucho más lentos. Las diferencias entre los componentes a los que estamos haciendo referencia son fuertes, y lo esperable sería que hubieran ocurrido paulatinamente, pero en el caso de Túnel I, la brevedad del tiempo interpuesto parecería sugerir que ellas se habrían producido casi simultáneamente sobre la totalidad del instrumental. Si, por ejemplo, en el Segundo Componente hubieran aparecido un trinchete o una punta lítica con pedúnculo y aletas (la única que encontramos no poseía esos rasgos y estaba confeccionada con una materia prima enteramente alóctona a la región), o algún fragmento de ellos, aunque la confección no hubiera sido tan buena como en los casos del Primer Componente, o si en este –el inicial– se hubiera hallado algún esbozo de canto rodado con surco piqueteado o algún fragmento atribuible a una maza, yo podría otorgar cierto grado de probabilidad a la existencia de una evolución local. Pero esos hallazgos no se han producido, por lo que la opinión de Zangrando es solo una presunción. Mientras no aparezca evidencia distinta a la disponible, es más correcto pensar que esas ausencias se relacionan con diferencias en las formas de obtener la subsistencia. Otro tanto ocurre con los componentes Primero y Segundo de Imiwaia I, aunque en este caso la distancia temporal fue mayor (inicialmente circunscripta entre 7842 ± 53 y 6425 ± 48 AP mediante los análisis AA 78551 y 94162 efectuados por la Arizona University sobre muestras de carbón; el primero está publicado en Piana et al., 2012); la calibración con dos sigmas de variación convirtió al primero en 8420-8654 cal. AP y al segundo en 7243-7425 cal. AP.

También en la p. 67, Zangrando cuestiona que las diferencias tecnotipológicas, aun de existir, resulten válidas para respaldar la separación que estamos tratando, porque también se observan otros cambios significativos en la tipología lítica alrededor de 4000 y 1500 años AP. Pero estos últimos fueron parciales, paralelos a muchas continuidades significativas en el resto del instrumental.

En segundo lugar, es significativo que en una excavación de 153 m. hayamos encontrado en la capa F inferior de Túnel I huellas de solamente un fogón grande y una manchita pequeña que podría corresponder a un fuego secundario, lo que no indica una reiteración grande de ocupaciones humanas. No menos importante es que el análisis sedimentológico efectuado por cuatro geólogas encontró que la capa F inferior era una de las pocas de ese sitio en las que el aporte de restos fitógenos superaba al de los zoógenos. En ese nivel basal de la capa F apareció menos de 1% de colofanita (un fosfato derivado de la descomposición de huesos, coprolitos, etc.): innegable contraste con el 45 al 78% registrado en la capa E media e inferior, el 30% en la capa D y aun el 20% de F superior. La presencia de colofanita en F inferior fue menor incluso que el 2% hallado en la subyacente capa G (Etchichury et al., 1986; Orquera, 2002), en la que la presencia humana está representada por un único utensilio. Esto denotaría que en F inferior hubo muy escasa depositación de huesos (y agreguemos: también de utensilios óseos), por lo que pensar en una destrucción diferencial por motivos tafonómicos de implementos confeccionados con ese material no parece importante.

Más aún: los objetos asignados al Primer Componente de Túnel I estaban en la superficie inferior de la capa F, o sea, en directo contacto con G: los restantes materiales hallados en la capa F estaban en la parte superior, en contacto con la capa E o cubiertos por no más de un milímetro de tierra, por lo que bien pueden haber sido penetraciones en la capa F y provenir del Segundo Componente. En los sedimentos intermedios entre esos niveles de contacto inferior y superior de la capa no hallamos ningún indicio de ocupación humana continua o reiterada. Es decir: en la capa F se halló un único piso de ocupación (en las capas E y D de ese sitio identificamos más de ochenta).

En Imiwaia I, la capa S tiene carácter más eólico (Piana et al., 2012) y allí hallamos algunas piezas similares a las encontradas en estratos superpuestos de ese sitio; sin embargo, por su posición vertical u oblicua en los sedimentos es casi seguro que habrían penetrado desde capas superiores. En esa capa se encontró un nivel muy bajo de materia orgánica (0,64%), contra el 25 a 35% que fue constatado en otros estratos del sitio (Piana et al., 2011). Esto indica que desde la depositación de los materiales líticos que fueron datados entre 8420 y 8650 cal. AP habrían transcurrido alrededor de mil años hasta que ese sitio y sus alrededores fueran nuevamente visitados por seres humanos (entre 7425 y 7243 cal. AP), o que lo habrían sido por muy poca gente y por tiempos muy cortos y no muy repetitivos.

Tercero: no negamos que los primeros humanos llegados a la costa del Beagle hayan consumido fauna litoral o marítima. Cuando los cazadores acostumbrados a un ámbito terrestre se acercan a una costa marina pueden efectuar ocasionales capturas de fauna marítima que no lleguen a escapar de sus armas, aunque estas no sean muy aptas para conseguirlo de modo eficiente o constante. De hecho, en el Primer Componente de Túnel I aparecieron una hemimandíbula y una vértebra de lobo marino que quizás hayan sido resultado de una captura intencional por cazadores humanos, pero no tenemos modo de asegurarlo (había otros tres huesos de lobo marino, pero por la posición que tenían al ser hallados existe fuerte sospecha de que hubieran penetrado en la capa F por intrusión desde la superior). De modo similar, cuando los shelk´nam de los siglos XIX y comienzos del XX y sus antecesores se acercaban a la costa atlántica, allí podían consumir –no en grandes cantidades– algunos ejemplares de fauna marina. Viceversa, gentes ya muy bien adaptadas a la vida litoral, como lo eran los pobladores de la región del canal Beagle en los últimos milenios, si durante sus desplazamientos nómades penetraban en lugares que –al menos en invierno– hoy se pueden encontrar guanacos, los consumían en proporciones importantes: así quedó comprobado en Shamakush I y en sitios de Moat (Orquera y Piana, 1997; Zangrando, 2010; Alunni y Zangrando, 2012; Zangrando et al., 2014, 2016).

Por consiguiente, no creemos que el hallazgo de unos pocos restos baste para indicar un comienzo de adaptación a ese ámbito. Varias veces hemos dicho que para que se pueda hablar de adaptación litoral o marina es necesario comprobar consumo dominante de fauna propia de esos ambientes obtenida mediante elementos diseñados para lograr mayor eficacia de empleo y confeccionados con las materias primas (huesos, valvas, etc.) que esos recursos proporcionan (Orquera y Piana 1999, p. 96; 2005, entre otros). Hasta ahora, los primeros componentes no han proporcionado datos que lo indiquen, y por lo tanto, no podemos suponer que sus autores hubieran iniciado un proceso de adaptación a la vida litoral-marítima.

Por último, lo más definitorio: si las gentes que llegaban a orillas del canal Beagle entre hace unos 8500 años y mediados del milenio siguiente no disponían de instrumental especializado en la captura de lobos marinos, delfines, etc., de haber querido cazar esos animales de modo continuo habrían chocado con un inconveniente insalvable: para confeccionar canoas y arpones necesitaban madera de árboles grandes (no arbustos) y en esa época en la costa del Beagle no había bosques. El análisis palinológico efectuado por el Dr. Heusser indicó que por entonces allí crecían helechos y gramíneas (Piana, 1984; Orquera y Piana, 1988, 1999a, 2009). Si bien Heusser indicó un 26% para el polen de Nothofagus, calculó ese porcentaje respecto del total de únicamente las fanerógamas, sin incluir a los helechos; aun así, es mucho más bajo que los correspondientes a esas otras dos clases de vegetales, e incomparable con el 97 al 100% que Heusser halló en muestras tomadas en capas superiores del mismo sitio Túnel I. Además, la gran facilidad con que el polen de Nothofagus es arrastrado por el viento –con mayor razón por la fuerza con que estos suelen soplar en Tierra del Fuego– hace que frecuentemente sea hallado en cantidades llamativas a más de cien kilómetros desde su lugar de origen. Por lo tanto, en los primeros siglos del octavo milenio cal. AP, los bosques todavía no habían repoblado esa zona después de la retracción sufrida durante el último período glacial. En la segunda mitad de ese milenio (aproximadamente 7500 a 7000 cal. AP), los bosques ya formaban junto al canal Beagle manchones grandes (aunque todavía no continuos); es sugestivo que esto fuera simultáneo con el establecimiento en esa costa de gentes ya dependientes prioritariamente de los recursos marinos, como lo indican su instrumental y los restos de fauna aprovechada. Aun así, ya comenzado el siguiente milenio, en Imiwaia, los Nothofagus recién alcanzaban un 30% de representación (Orquera y Piana, 2005).

En tiempos del Primer Componente de Túnel I, los bosques habían llegado a lo sumo hasta lo que es hoy el Parque Nacional de Tierra del Fuego; en época del Primer Componente de Imiwaia I, ni siquiera eso. Por lo tanto, si se pretendiera que el Primer Componente de Túnel I pudo ser producto de cazadores que se estaban adaptando a la vida litoral que vivieran un poco más hacia el oeste, tal vez habría sido posible, pero hasta ahora no hay datos arqueológicos que prueben que los alrededores de Lapataia ya estuvieran poblados por gentes que buscaban esa adaptación especializada. Además, aun de haber contado con una forma de vida que ya dependiera preponderantemente de recursos litorales, hasta Túnel I solo podrían haber llegado en incursiones breves y discontinuas, sin poder efectuar allí una residencia prolongada (como se indicó precedentemente, debido a la falta de madera para reemplazar mangos de arpón y canoas) y sin dejar abandonado ningún testimonio de que ya los poseyeran.

En consecuencia, pensamos que antes de 7500 años cal. AP la costa del canal Beagle fue visitada por grupos humanos que llegaron desde el norte de modo esporádico, que podían consumir algunos recursos del litoral marítimo pero no en forma intensiva, y que al llegar desde sus tierras más septentrionales no habrían contado con instrumental apropiado para un aprovechamiento eficiente y continuo de esos recursos. Hacia el este del ya mencionado meridiano que pasa por Harberton, la cordillera se hace un poco más baja, atravesarla no era fácil pero era posible (Piana, 1984), pero entonces esa gente no habría estado al sur de esta en la temporada en que aumentaban las posibilidades de encontrar y cazar pinnípedos y guanacos. Si algún grupo llegado en verano u otoño se hubiera resistido a volver al norte, o si quedaba imposibilitado de cruzar las montañas, la supervivencia en el territorio al sur de las montañas se le habría tornado difícil. Aunque en invierno los pinnípedos frecuentan las aguas costeras, esos pobladores humanos aún desprovistos de instrumental apropiado habrían podido capturarlos solo si los encontraban sobre tierra firme (y si no lograban matarlos de inmediato o causarles heridas muy graves, el lobo marino podía arrojarse al agua y huir o, si permanecía sobre tierra emergida, convertirse en un adversario muy peligroso). O sea que no habrían podido aprovechar ese recurso con la regularidad con que lo hicieron los indígenas de tiempos posteriores.

¿Qué ocurría entonces con los guanacos? Son abundantes en los valles intercordilleranos, pero en invierno la gran acumulación de nieve que allí se produce oculta los pastos de los que se sustentan. Esto los obligaba -y sigue obligando- a que en esos meses desciendan a tierras más bajas, donde las acumulaciones níveas son menores y duran menos tiempo, por lo que allí podían encontrar más fácilmente dónde alimentarse. Pero esto se da de modo diferente en dos sectores. En las porciones central y occidental de la región del canal Beagle las montañas son altas y cercanas a la costa, hay pocos campos abiertos que atraigan o hayan atraído a los guanacos, y se los visualiza en cantidad muy escasa. Por lo tanto, los intentos de los indígenas por cazarlos debieron costarles bastante. En Orquera y Piana (1999b, pp. 141-142) enumeramos las frecuentes ocasiones en que Thomas Bridges mencionó casos de fracaso en esos intentos o enfrentamiento de severas penurias (tampoco tuvieron éxito unos miembros de la subprefectura marina instalada en Ushuaia, pese a que podemos suponer que eran portadores de armas de fuego). Esto sucedió a fines del siglo XIX, pero habría ocurrido también en tiempos muy anteriores: al calcular qué valores alimenticios expresados en kilocalorías son atribuibles a los restos óseos hallados en el Segundo Componente de Túnel I (capas E y D), hallamos que los guanacos proporcionaron solo un 4% o menos, si suponemos un consumo sin desperdicios de todo el cuerpo de esos animales (lo que los huesos recuperados en los yacimientos no permiten afirmar con certeza). Esa proporción es, por supuesto, muy inferior a la obtenida de los pinnípedos (70%), pero también es superada por lo obtenido de mariscos y de peces (Orquera et al., 2011). En una publicación en preparación diremos que en la capa E de Túnel I, en la que dio comienzo el Segundo Componente, los ocupantes humanos de ese sitio obtuvieron de los pinnípedos un 90,8% de las calorías consumidas; de los guanacos, un 8,7%; de aves y peces, proporciones mucho menores, casi ínfimas; y nada de los moluscos. Esto puede ser entendido como que se trataba de grupos iniciales y pequeños de personas, por lo que para sustentarse les bastaban las presas de mayor tamaño, sin necesidad de recurrir a recursos complementarios (lo que sí sucedió de modo importante en la subsiguiente capa D).

En cambio, en el sudeste de Tierra del Fuego, más allá del ya mencionado meridiano que pasa por Harberton (donde los humanos podían atravesar la cordillera fueguina con menores dificultades), los guanacos eran (y siguen siendo) más numerosos, y se los encuentra a todo lo largo del año. De haber habido en esa zona hace milenios una abundancia de guanacos similar a la actual, y si algunos grupos humanos hubieran quedado retenidos al sur durante el invierno, el consumo de estos animales -complementado con el de aves, peces, etc.- habría facilitado bastante la supervivencia de los humanos. Pero en esa zona al este de Harberton la ocupación humana más antigua está datada en la primera mitad (cal.) del séptimo milenio AP (sitio Bahía Valentín 11), o sea, cuando en la zona central de la costa del canal Beagle ya estaba avanzada la depositación de la capa D, y no hay datos que indiquen que allí pudo iniciarse el poblamiento exitoso y continuado del sur fueguino (por supuesto, algún día podrían hallarse ocupaciones más antiguas revestidas de un carácter más inicial, pero todavía no disponemos de datos al respecto).

Uno de los pocos argumentos que Zangrando propone en apoyo de la posibilidad de relación más estrecha entre los autores de los primeros y segundos componentes es la reiteración con que se ocuparon Túnel I, Imiwaia I y Binushmuka. Esas coincidencias son reales, pero la interpretación que propone también es discutible. Los pueblos –incluidos los cazadores-recolectores– no suelen establecer sus campamentos enteramente al azar, sino preferir las localizaciones que les proporcionen mayor comodidad y exijan menos esfuerzos. Si algún lugar ofrece esas ventajas, puede ser elegido en momentos diferentes por grupos distintos. La abundancia de mariscos en lugares puntuales de la costa pudo ser a menudo causa de reiterados regresos a ese lugar, pero no siempre. En muchos casos, la disponibilidad de agua potable fue un factor determinante para que los grupos humanos prefiriesen asentarse por mayor o menor tiempo en un determinado lugar, y desde allí partir a recorrer las inmediaciones en búsqueda de otras provisiones (Erlandson, 2001). Dos de los casos que estamos tratando –Imiwaia I y Binushmuka– estaban cerca del río hoy llamado Varela, si bien el ascenso holocénico de las aguas marinas condujo a que actualmente esos dos sitios estén a orillas del mar, en la bahía Cambaceres. Sin embargo, en la región del canal Beagle los ríos, arroyos y afloramientos de agua potable no escasean, y deben haber tenido influencia otros factores: ante todo, la distancia a la costa. Por otra parte, a lo largo de siete mil años es factible que las reocupaciones de un mismo emplazamiento se hayan producido por simple azar, pero también hay que tener en cuenta que en la región que tratamos, aunque las viviendas que no eran reocupadas quedaban destruidas en pocos años (a lo sumo, pocas décadas), la ocupación humana de un sitio provocaba modificaciones en el terreno y en la vegetación (Piana y Orquera, 1999b, p. 293) que habrían podido resultar atractivas para que, tiempo después, otra gente reocupara ese lugar con el mismo o parecido propósito, aunque su género de vida y su economía hubieran sido distintos.

Túnel, en cambio, dista hoy 800 metros de un riacho sin nombre y, en dirección opuesta, unos tres kilómetros hasta el río Encajonado. En inmediatez de los yacimientos existentes en esta localidad suelen formarse muy pequeñas corrientes de agua, pero en verano se secan por completo. La razón por la cual, pese a ello, hubo en la localidad Túnel innumerables ocupaciones durante más de siete milenios puede ser otra: en los aproximadamente ocho kilómetros que separan las desembocaduras de los ríos Olivia y Encajonado, la costa está formada por una barranca rocosa que baja muy bruscamente hasta el nivel del mar, dejando en el intermedio solo un espacio muy estrecho en el que poco se podía hacer más que transitar. Únicamente en Túnel esa barranca retrocede un poco, dejando en forma de arco un espacio más abierto de algunos cientos de metros a lo largo de la costa y alrededor de unos cien de ancho; en ese espacio había mayor transitabilidad, se podían construir chozas y realizar fuera de ellas actividades diversas con mayor comodidad. Es probable que por este motivo durante tantos milenios este paraje haya sido reiteradamente preferido para establecer campamentos: preferencia que pudo haber sido experimentada por indígenas de diferentes grupos no necesariamente emparentados entre sí de modo cercano.

En Túnel I, hay otra circunstancia que habría sido tomada en cuenta por sus primeros ocupantes. En esa pendiente más suave que en los sectores adyacentes de costa había una pequeña prominencia rocosa que hoy está a 13 m sobre el actual nivel del mar; su altura no superaba los 80 cm pero producía a su costado una pequeña depresión, que los primeros visitantes del lugar encontraron propicia para prender fuego sin que molestaran tanto los muy frecuentes vientos del sudoeste y oeste (Piana, 1984). Allí, en efecto, encontramos las más antiguas huellas de fogón del sitio, tanto la correspondiente al Primer Componente como otras relacionables con la capa E del Segundo, y también muy abundantes concentraciones de restos de talla; esa depresión quedó luego rellenada por la depositación de conchales posteriores. Por lo tanto, no es imprescindible que la reiteración en el uso de la localidad Túnel indique forzosamente continuidad cultural, genética y de costumbres.

A todo evento, dejo constancia de no creer que los cazadores-recolectores terrestres y los cazadores de los litorales marítimos de Patagonia y Tierra del Fuego hayan llegado a estas tierras formando dos oleadas poblacionales distintas y originadas muy lejos, como pensaban Gusinde (1937 [1986]) y Menghin (1971). Por el contrario, acepto como probable que los canoeros se hayan separado de los cazadores terrestres en el sur de Patagonia, como ser el seno Otway y el tramo occidental del estrecho de Magallanes. Las ocupaciones conocidas más antiguas de esa región y de la costa del canal Beagle fueron prácticamente coetáneas y en ambas los instrumentales hallados indican grados similares de ya lograda maduración en cuanto a la adaptación a los ambientes litorales-marinos. Por supuesto, esto debió ser precedido por un período más o menos largo de paulatino acostumbramiento a los recursos locales y de ensayos de confección de medios artefactuales que fueran mejores para lograr buenos resultados (como lo fueron las canoas y los arpones de largo mango y cabeza separable). Aún no se han hallado ejemplos de esa etapa preparatoria. Pero luego de retirarse los hielos pleistocénicos, en la región occidental del estrecho de Magallanes y del seno Otway no solo era más fácil la comunicación interior-costa que entre las porciones septentrional y meridional de Tierra del Fuego (Piana, 1984), sino que allí el repoblamiento por bosques se produjo mil o más años antes que a orillas del canal Beagle (Heusser, 1995). Esto no hace probable, pero torna factible que sea en esa región donde haya comenzado en algún momento de ese lapso la etapa preparatoria; desde esa zona, los canoeros luego se habrían expandido hacia el sur. En cambio, en la región que nosotros hemos estudiado, la ya mencionada ausencia de bosques antes de alrededor de 7500 AP hacía impracticable tal intento. Ratifico en consecuencia que el cambio detectado arqueológicamente en la región del canal Beagle como ocurrido aproximadamente entre 7500 y 7000 años cal. AP no habría sido resultado de una evolución y adaptación de una población local sino de un reemplazo (como lo hemos propuesto en muchas publicaciones anteriores).

Lamentablemente, son muy pocos los datos disponibles sobre restos esqueletarios humanos de la época que abordamos, pues serían muy útiles para delimitar si ya había diferentes contexturas físicas y, mediante análisis isotópicos de los huesos, obtener datos sobre su alimentación. Para el período que nos ocupa, solo se dispone de restos de dos individuos, ambos femeninos, hallados una en La Arcillosa (norte de la Isla Grande de Tierra del Fuego) (Santiago et al., 2011) y otra en Punta Santa Ana I, en la orilla norte del estrecho de Magallanes (Soto Heim, 1991; Hernández et al., 1997). La primera recibió un fechado de 5105 ± 50 C14, que calibrado podría ser llevado a los primeros siglos del sexto milenio AP; la segunda tiene una antigüedad calibrada comprendida entre 7172 y 6632 AP y constituye el más antiguo resto humano hasta ahora hallado en asociación con manifestaciones de especialización en el aprovechamiento marino. Ambos especímenes, por lo tanto, son coetáneos con la capa E de Túnel I, o sea, con el Segundo Componente. Sin embargo, a partir de solamente dos casos no es posible extraer conclusiones válidas.

Si algún día aparecieran pruebas bien documentadas y convincentes de que en el sur de Tierra del Fuego la evolución y adaptación intensiva a la vida costera-marina habría tenido lugar progresivamente y sin interrupción desde su ocupación humana más antigua que conozcamos, yo lo aceptaría. Pero esas pruebas no existen, y por lo tanto no se puede otorgar mayor credibilidad a esa posibilidad. Por el contrario, hay datos que sugieren que lo que nosotros hemos propuesto sería más probable. En consecuencia, nuestra postura no es producto de insuficiencia de información ni puede ser atribuida a un preconcepto.

REFERENCIAS

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Notas

1 Las antigüedades mencionadas por Zangrando no están calibradas porque fueron tomadas de publicaciones anteriores a cuando ese procedimiento fue adaptado al Hemisferio Sur. Las calibraciones mencionadas en este artículo fueron efectuadas siguiendo a Stuiver et al., 2020 y calculadas con dos sigmas de variación.
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